Y un poderoso magnate de Damasco, dueño de grandes campos de labranza y de numerosos rebaños de camellos, ovejas y asnos, interrogó al Maestro pidiéndole una mas clara explicación de sus doctrinas sobre el Reino de Dios y el modo de conquistarlo.
- Si tú fueras dueño del mundo ¡Oh Profeta! ¿cómo ordenarías para hacer felices a todos? ¿Mandarías cortar la cabeza a todos los ricos y repartir sus bienes entre todos los pobres?
El Maestro sonrìó abiertamente y lo miró unos momentos antes de contestarle:
"No, amigo mío. No mandaría cortar la cabeza a nadie porque sólo Dios es dueño de la vida otorgada a sus criaturas. En este plano inferior de la Tierra, la mayoría de los seres no comprenden otro bien que el puramente material, y se aferran a él con una tenacidad que espanta. Como las fieras se traban en encarnizada lucha por los sangrientos trozos de carne muerta, así la mayoría de los habitantes de la tierra pisotean los más puros y santos afectos, cuando han sido tocados, en lo que ellos llaman propiedad suya exclusiva. Por unos estadios de tierra, se matan aquí centenares y miles de hombres.
Me has preguntado, ¿qué haría yo si fuera dueño del mundo? Obligaría a los grandes terratenientes a dejar libertad de cultivar sus tierras a todos los que estuvieran desposeídos de ellas, para que sacaran de allí el sustento para sus vidas, y a la vez, le dieran utilidad al poseedor de la tierra, mediante el pago de un tributo justo, ecuánime y razonable. Nada de amo, de señores tiranos y déspotas, que látigo en mano estrujan la vida del labrador, que deja prematuramente entre los surcos por trabajos forzados, tal cual se hace con feroces criminales dañinos para la sociedad.
Y en todo orden de bienes materiales, haría lo mismo. La tierra es de todos los hombres, que Dios autor de la vida ha mandado a ella, como es el sol, el aire, la luz y la lluvia. Y en este instante paréceme ver al feroz y monstruoso egoísmo, como un buitre con rostro humano que se desespera y enfurece por no haber encontrado aún el modo de acaparar el aire, la luz y el sol, para venderlos en pequeños átomos y a precio de oro. ¡Aún quisiera poder vender el derecho de respirar, de contemplar el espacio azul y de recibir los rayos del sol!...
Esto nos prueba hasta qué punto es baladí y sin fundamento lógico, la propiedad sobre la tierra, sin lo cual se puede vivir en paz y gozar los dones de la vida.
Anda amigo mío y recorre los suburbios de esta populosa ciudad donde en cada choza vive hacinada una numerosa familia. Escucha las quejas de la madre que no alcanza a dar a los suyos el pan necesario para la vida con una mísera medida de trigo que trae el padre al hogar después de haber trabajado duramente de sol a sol. Escucha el llorar de los niños que piden pan, y el padre recoge bellotas de encina que alimentan a los puercos, y se las da a sus hijos que lloran de hambre.
Escucha el gemido de los ancianos que tiemblan de frío junto al hogar apagado, porque los grandes señores dueños de los bosques, quieren un sextercio por la leña que puede llevar un hombre entre sus brazos, y el infeliz no posee en su bolsa ni un solo denario. Escucha el grito desesperado de los leprosos, de los paralíticos, de los ciegos que no pueden ganarse el sustento y que son arrojados de todas partes como larvas venenosas, porque su aspecto repugna a los que visten de púrpura y de oro: porque la conciencia dormida se despierta ante tal espectáculo y les grita: "¡esa piltrafa humana, es tu hermana!.. ¡Socórrele!
Anda amigo mío por esos tugurios, por esas covachas extramuros de vuestras doradas ciudades, por esas madrigueras de raposas, que no son otra cosa que las viviendas de nuestros hermanos desamparados... , anda y mira, y que tú, como todos los potentados de la tierra, no conocen de cerca el dolor del que carece de todo, porque jamás se ocuparon de otra cosa que de procurarse placer y comodidades.
Y cuando hayas visto esos cuadros que no son pintados en lienzos, sino en la carne viva y palpitante; cuando hayas oído todas esas quejas, esos gemidos, ese llorar de niños que rompe el alma en pedazos, vuelve a mí y pregúntame de nuevo. ¿Qué harías si fueras dueño del mundo?
El Reino de Dios
Arpas Eternas, Vol 3, p. 89. Duodécima Edición
- Si tú fueras dueño del mundo ¡Oh Profeta! ¿cómo ordenarías para hacer felices a todos? ¿Mandarías cortar la cabeza a todos los ricos y repartir sus bienes entre todos los pobres?
El Maestro sonrìó abiertamente y lo miró unos momentos antes de contestarle:
"No, amigo mío. No mandaría cortar la cabeza a nadie porque sólo Dios es dueño de la vida otorgada a sus criaturas. En este plano inferior de la Tierra, la mayoría de los seres no comprenden otro bien que el puramente material, y se aferran a él con una tenacidad que espanta. Como las fieras se traban en encarnizada lucha por los sangrientos trozos de carne muerta, así la mayoría de los habitantes de la tierra pisotean los más puros y santos afectos, cuando han sido tocados, en lo que ellos llaman propiedad suya exclusiva. Por unos estadios de tierra, se matan aquí centenares y miles de hombres.
Me has preguntado, ¿qué haría yo si fuera dueño del mundo? Obligaría a los grandes terratenientes a dejar libertad de cultivar sus tierras a todos los que estuvieran desposeídos de ellas, para que sacaran de allí el sustento para sus vidas, y a la vez, le dieran utilidad al poseedor de la tierra, mediante el pago de un tributo justo, ecuánime y razonable. Nada de amo, de señores tiranos y déspotas, que látigo en mano estrujan la vida del labrador, que deja prematuramente entre los surcos por trabajos forzados, tal cual se hace con feroces criminales dañinos para la sociedad.
Y en todo orden de bienes materiales, haría lo mismo. La tierra es de todos los hombres, que Dios autor de la vida ha mandado a ella, como es el sol, el aire, la luz y la lluvia. Y en este instante paréceme ver al feroz y monstruoso egoísmo, como un buitre con rostro humano que se desespera y enfurece por no haber encontrado aún el modo de acaparar el aire, la luz y el sol, para venderlos en pequeños átomos y a precio de oro. ¡Aún quisiera poder vender el derecho de respirar, de contemplar el espacio azul y de recibir los rayos del sol!...
Esto nos prueba hasta qué punto es baladí y sin fundamento lógico, la propiedad sobre la tierra, sin lo cual se puede vivir en paz y gozar los dones de la vida.
Anda amigo mío y recorre los suburbios de esta populosa ciudad donde en cada choza vive hacinada una numerosa familia. Escucha las quejas de la madre que no alcanza a dar a los suyos el pan necesario para la vida con una mísera medida de trigo que trae el padre al hogar después de haber trabajado duramente de sol a sol. Escucha el llorar de los niños que piden pan, y el padre recoge bellotas de encina que alimentan a los puercos, y se las da a sus hijos que lloran de hambre.
Escucha el gemido de los ancianos que tiemblan de frío junto al hogar apagado, porque los grandes señores dueños de los bosques, quieren un sextercio por la leña que puede llevar un hombre entre sus brazos, y el infeliz no posee en su bolsa ni un solo denario. Escucha el grito desesperado de los leprosos, de los paralíticos, de los ciegos que no pueden ganarse el sustento y que son arrojados de todas partes como larvas venenosas, porque su aspecto repugna a los que visten de púrpura y de oro: porque la conciencia dormida se despierta ante tal espectáculo y les grita: "¡esa piltrafa humana, es tu hermana!.. ¡Socórrele!
Anda amigo mío por esos tugurios, por esas covachas extramuros de vuestras doradas ciudades, por esas madrigueras de raposas, que no son otra cosa que las viviendas de nuestros hermanos desamparados... , anda y mira, y que tú, como todos los potentados de la tierra, no conocen de cerca el dolor del que carece de todo, porque jamás se ocuparon de otra cosa que de procurarse placer y comodidades.
Y cuando hayas visto esos cuadros que no son pintados en lienzos, sino en la carne viva y palpitante; cuando hayas oído todas esas quejas, esos gemidos, ese llorar de niños que rompe el alma en pedazos, vuelve a mí y pregúntame de nuevo. ¿Qué harías si fueras dueño del mundo?
El Reino de Dios
Arpas Eternas, Vol 3, p. 89. Duodécima Edición
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