Jean Biès
Es una idea de las mas frecuentes en la visión tradicional, la de comparar el mundo material -la Naturaleza- a un vasto espejo, o a un conjunto de espejos que reflejan el mundo espiritual. Para Dionisio el Areopagita, «es muy verdadero decir que lo visible es la imagen en la que se refleja lo invisible». Según la Tabla Esmeralda,«todo lo que está abajo es como lo que está en alto». Y los linajes de hermetistas, kabalistas, teósofos, poetas: Paracelso, Böhme, Gichtel, Goethe, Schlegel, Baader, Schelling, Swedenborg se implicarán fuertemente en esta escuela de la mirada.
Todo aquello que vemos, tanto alrededor nuestra como en nosotros, reproduce algo del otro mundo, proyecta de él una imagen invertida pero reconocible, exactamente como el efecto forma parte íntima de la causa eficiente. El recurso al espejo no es tan gratuito como parece: su forma redondeada lo religa al simbolismo del sol, reconocido como fuente de la luz, y como tal, símbolo de la divinidad. Que se trate, a merced de las etimologías, bien de autores, o de signos, de firmas, huellas, ejemplares, tipos, caracteres o analogías, la misma tentativa se actualiza y se impone sobrepasar la dicotomía de los spiritualia y de los naturalia para establecer un estrecho sistema de «correspondencias». Estas correspondencias son verticales entre diferentes niveles de realidad: se hablará con Proclo de «series» donde el Espíritu desciende de nivel en nivel; y se podría tomar aquí la imagen de una cascada; las correspondencias pueden ser igualmente horizontales en el interior de cada serie: se hablará entonces de «estratos» entre las realidades de un mismo nivel, y se podría evocar la imagen de rebotes sobre una plano de agua.
El hombre tradicional se abre paso en medio de toda una combinación de espejos, como el guardián del faro circula en medio de ruedas lenticulares. Mientras que el hombre exilado entre los escombros de sus disociaciones no hace de ellas más que una triste enumeración, el hombre de reflexión ve más bien el universo como una fortaleza de cristal. De una orilla a la otra de un tal universo, simpatías, afinidades, consonancias, correlaciones, se llaman, se interpelan, se responden, se corresponden. Hasta las menores de entre ellas, las criaturas son como las réplicas de los «principios», de las «simientes esenciales», de los «arquetipos». Entre todas ellas, la Esencia se contempla y se reconoce a través de múltiples rejas y grados de irradiación. Estas son a la vez anamnesis de los principios, y su mimesis: «reminiscencia» en la medida en que las criaturas parecen haber guardado memoria de las realidades superiores,«imitación» en cuanto que las reproducen aquí abajo.
Espejos de roca o de éter, espejos de agua o de fuego, espejos de savia o de carne, no importa. En un mundo en el que lo Infinito se refleja bajo forma de indefinido, y este bajo forma de finito para dar lugar al espacio; en el que la Eternidad se refleja en una eviternidad, o eternidad temporal, que deviene ella misma duración para hacer advenir el tiempo; en el que la Indeterminación del Absoluto se concentra en luz antes de escindirse en claro y en oscuro, la superficie de las Aguas es y permanece ese «hogar tranquilo» que viene a golpear el Rayo celeste, y que permite a la potencia mirarse en el acto. Separando las «Aguas superiores» (las posibilidades informales) y las «Aguas inferiores» (las posibilidades formales), Yahvé no ha cometido el pecado de dualismo; él proyecta por el contrario abismos de mediación que hacen que lo Universal se reconozca en lo individual.
Nada los separa teóricamente, en primer lugar, mas que este fenómeno de refracción acompañado de un fenómeno de retracción: lo más grande en el mundo principial se encontrará reducido, miniaturizado, en el medio reflector. Lo mismo que la niña reproducida en la pupila (1). En segundo lugar, que toda reflexión es imperfecta, lo mismo que la visión humana permanece naturalmente defectuosa. La distancia entre el principio creador y el objeto creado suscita una refringencia forzosamente deformante: los reflejos serán siempre aproximados en los espejos siempre enigmáticos (2). El polvo que los cubre, el oxido que los roe (los más antiguos espejos eran en metal), o las fisuras de un vidrio grosero, alteran los reflejos que allí se posan sin duda con mucha delicadeza, y les confieren una especie de palidez enfermiza (3). Parece que la convexidad de ciertos de estos espejos disminuiría, adelgazaría estos reflejos hasta el punto de que estos se difuminan de la mirada: los ateos buscan a Dios por todas partes sin encontrarlo en ninguna parte; la concavidad de otros espejos exagera estos reflejos, los hipertrofia hasta el punto de hacerles pasar por los objetos mismos que ellos reflejan. Los panteístas confunden la Naturaleza y Dios.
La mirada, se ha deteriorado con la Caída. Mientras que en la Humanidad celestial evocada por Swedenborg, los hombres eran aquello que ellos veían; mientras que en la Humanidad espiritual, ellos comprendían con justeza el sentido simbólico de las correspondencias, desde entonces aparecidas en el horizonte; los hombres de las Edades declinantes se contentarían con constatar aquello que ellos veían como otros tantos objetos petrificados, sin soñar si quiera con religarlos a nada. Distanciándose la comunicación con el Cielo cada vez más, el hombre pasaría de la identidad a la correspondencia, de esta a la analogía, de la analogía a la metáfora, de esta última a la alegoría y a la abstracción. No solamente se confundiría en el desciframiento de las correspondencias desordenadas, desfiguradas, sino que estas correspondencias no ofrecerían pronto más que colecciones de objetos sin alma. Un hombre así, quizás está todavía dotado de esta fantasía, hija de lo «imaginario», que capta reflejos de reflejos, pero él ha perdido la imaginación verdadera que religa a lo «imaginal», hace capaz de reconocer las justas correlaciones tejidas entre los metales, las plantas, los planetas, las energías, las operaciones alquímicas, y sobre las cuales reposa esa «ciencia angélica» de la que habla el autor de los Arcana, ciencia dependiente directamente de la mirada de la Humanidad espiritual.
Cualesquiera que sean sin embargo las imperfecciones del espejo y las del ojo humano, el espejo no deja de captar realidades que permanecen perfectamente reconocibles: más allá de la ilusión que ciertos denuncian a propósito de un mundo juzgado irreal, no es erróneo ver también en el mundo de los reflejos una alusión a otra cosa. En tanto en cuanto estos reflejos están implicados en la transmisión de las luces del otro lado, son ellos mismos, a pesar de todo, detentores de un cierto conocimiento, de una profundidad y de una sabiduría de segundo grado; ellos no reflejan solamente la naturaleza cosmológica, sino también la naturaleza humana y la naturaleza divina; ellos nos transmiten noticias de esos ámbitos.
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En la grandiosa visión metafísica que tiene de ello, Dionisio el Areopagita desarrolla ante nosotros la ordenación vertical de los planos superiores reagrupados en tríadas, cuya luz se debilita a medida que ellas se acercan a la materialidad, sin que haya absoluta separación entre ellas, sino una «armonía» ligante y unificadora. El autor de la Jerarquía Celeste establece todo en lo mas alto a los Serafínes, los Querubines y los Tronos, en relación directa con el Principio sobreesencial, y recibiendo de el el Relámpago iluminador. Vienen a continuación los Señoríos, las Potencias y los Poderes que reciben de la primera tríada, por mediación, la Luz. Finalmente vienen los Principados, los Arcángeles y los Angeles, irradiando más inmediatamente por encima del mundo físico, y que reciben la Luz de la tríada antecedente.
La Kabala ofrece con sus cuatro Mundos otro ejemplo de espejos verticales. El Mundo de la Emanación (Azilut), el de los Arquetipos transcendentes, se refleja en el Mundo de la Creación (Beriah), el cual se refleja en el Mundo de la Formación (Yetsirah), que se refleja en el Mundo de la Acción (Assiah), receptáculo de los influjos precedentes. Cada uno reproduce en su seno las cualidades y las actividades de aquel que le precede, con una complejidad creciente a medida que se aleja de los más elevados. De Azilut, la potencia creadora, simbolizada por el Fuego, emana Beriah, la sutileza de las formas, simbolizada por el Aire, y su plasticidad; Beriah se encuentra reflejado a su vez en Yetsirah, la flexibilidad y la fluidez de estas formas, simbolizada por el Agua; representado también lo invisible y la omnipresencia divinas; Yetsirah se encuentra reflejada en Assiah, que expresa la estabilidad material, la substancia sólida simbolizada por la Tierra.
Estos diferentes niveles se repercuten aquí abajo en los reinos de la Naturaleza.
Solidificación última de la materia, el reino mineral reproduce en su inmovilidad la inmutabilidad principial. Así, la montaña, por su elevación, sugiere las altitudes del Espíritu, por su centralidad, el eje religando la Tierra al Cielo, por sus flancos escalonados, la escala de los estados múltiples del ser. Las nubes que disimulan su cumbre, sede de lo numinoso, recuerdan al mismo tiempo que Dios sueña los mundos, y que él es inaccesible.
El reino vegetal reflejará igualmente el despliegue cósmico. Conciliación de lo estable y de lo moviente, de la «amplitud» y de la «exaltación», se presenta también como un calco del Árbol de los Sefirot, él mismo recuerdo preciso de los cuatro Mundos, desde la cima -Kether, la Corona- hasta las raíces -Malkut, el Reino-, pasando por el tronco, -los Sefirots axiales-, y por las ramas, - los Sefirot laterales. Imagen de lo Divino, el árbol lo es también del hombre, de manera que estar ante un árbol es siempre, de una cierta manera, estar ante si mismo. Algo que el hombre extranjero a toda sacralidad ha olvidado, lo mismo que ha olvidado consecuentemente que abatir un árbol, es romper un espejo, y como consecuencia, la imagen que él reenvía (4).
Dotado de consciencia, el reino animal se revela a su vez espejo de los planos superiores, más móvil seguramente, más enervado de vida que los precedentes. Los pájaros del aire reflejan a los Arcángeles del Mundo de la Creación (Beriah), como los peces del mar reflejan a los Angeles del Mundo de la Formación (Yetsirah). En los cuatro Vivientes de la visión de Ezequiel, retomada por el Apocalipsis, el Toro -la Tierra- refleja Assiah, lo mismo que el León -el Agua- refleja Yetsirah, el Aguila -el Aire-, Beriah- y el Hombre, Azilout (5).
«Elohim creo al hombre a su sombra» (tselem), dice el Génesis, I 27, designando así menos una imagen (el eikôn del texto griego) que un reflejo obnubilado (6). Los diferentes niveles que ya hemos señalado no se encuentran menos en esta criatura que es el hombre, ese concentrado de las naturalezas física, síquica y espiritual.
El cuerpo es, en el hombre, el reflejo terrestre del Cuerpo de Dios que es el universo material. La tradición hindú se esmera y consigue mejor que otras a establecer redes de correspondencias entre los órganos, los astros y los signos zodiacales. Con el sol, «ojo del mundo», simboliza el ojo, «sol (o lámpara) del cuerpo». La doble fase expiración-inspiracion reproduce por lo mismo la expansión y la reabsorción de los mundos, como la cuaternidad de las estaciones de la vida no deja de recordar la sucesión de las grandes Edades cósmicas.
La misma tradición hindú se destaca en la puesta en lugar de estas reciprocidades, por ejemplo, entre la tierra y los pies, soportes semejantemente materiales; entre las plantas y los pelos; entre los ríos y las arterias sutiles; entre el espacio intermediario donde se elaboran las formas, y el estómago, lugar de asimilación de los alimentos; entre la atmósfera de donde procede el soplo vital, y los pulmones; entre las direcciones espaciales y las orejas; entre el principio ígneo y la boca, sede del calor animador; entre los astros, -sol y luna- , y los ojos; entre las esferas luminosas y la cabeza, sede del cerebro.
El alma es, en el hombre, el reflejo líquido y aéreo del Espacio intermediario. Las «condiciones» de Atma en el ser humano recrean en él los tres mundos. Perteneciendo al primer nivel, el estado de vigilia (jâgarita) expresa la realidad corporal y tangible, mientras que el estado de sueño profundo (sushupta), estado «causal» e informal, sin imagen ni deseo, sumergido en la beatitud, expresa la realidad espiritual. El estado intermediario es el de sueño (svâpna), más específicamente ligado al alma, situada ella misma entre tierra y cielo humanos.
Teniendo en cuenta esta situación transitiva, la psique está capacitada para reflejar
tanto los pisos superiores como los pisos inferiores (7). Siguiendo a Plotino, algunos Padres de la Iglesia, -Atanasio de Alejandría, Gregorio de Nisa-, han evocado el tema de la capacidad del alma de hacerse transmisora tanto de la belleza como de la fealdad. No se podría ignorar que en su largo poder de reflexión, el prisma interior puede tanto captar luces y sonrisas de lo alto, -el reino de las terminaciones-, como las tinieblas y muecas de lo bajo, -el abismo de los inacabamientos. Toda propedéutica de la vida interior intenta en este entrenamiento del alma hacerse espejo sin mancha y correctamente orientado. Trabajo paciente, continuo, obstinado, que le permitirá adquirir finalmente la limpidez de las aguas cristalinas abriendo su cáliz a la imagen del Maestro de los signos.
Una variedad de reflejo de un genero un poco insólito, pero que forma parte del ámbito del que hablamos, concierne lo que sicología de las profundidades llama «sincronicidad». Este fenómeno acausal, que se produce en el transcurso del análisis, es la coincidencia de un estado psíquico subjetivo y de un acontecimiento sobreviniente del exterior, en relación directa con esta estado. La sincronicidad tiene, ella también, derecho de aparecer como un espejo en el que dos datos, de naturaleza y de origen diferentes, y que nada predisponía a juntarse, se reenvían mutuamente su imagen para dar lugar a una convergencia significante. En una perspectiva vecina, la consulta del I Ching provee de forma semejante correspondencias entre el estado interior del consultante y el oráculo proveído.
Finalmente, el espíritu es, en el hombre, el reflejo ígneo del Cielo. Si el mental pertenece junto al alma al plano intermedio, el Intelecto agente es, en su aspecto creado, el reflejo del «Espíritu universal», principio trascendente, que ilumina el estado individual, no obstante que en su aspecto increado, refleja la Luz divina misma. Este «Espíritu Santo» individuado confiere una mirada capaz de reunificar los opuestos, de reanudar los lazos subyacentes entre los polos. No es tanto aquello que ilumina el mundo exterior, -eso es cosa más bien del mental discursivo-, que aquello que ilumina a los hombres deificados, de los que san Pablo puede escribir que, «con el rostro descubierto», reflejan «como en un espejo, la gloria del Señor»; reflexión que, por añadidura, los transforma a ellos mismos en esta gloria (2 Co, 3,18).
Uno de los modos por excelencia de esta deificación es la invocación memorizante del Nombre divino. Así, la oración del corazón ofrece el ejemplo de un Nombre deificante, el de Jesucristo, que es él mismo reflejo indisociable de la Presencia divina, y ofrece el ejemplo de un invocante del Nombre, que deviene a su vez receptáculo y reflejo de ese Nombre-Presencia al cual él acabará además por identificarse.
No contentándose el Intelecto con detentar el poder de una justa lectura de las correspondencias, sobrepasa lo que continuaría separándolas, -simples ambigüedades o francas divergencias-, y hace pasar del principio de semejanza al de similitud. El discierne, denuncia, subraya la identidad largo tiempo inapercibida de las correspondencias tal como cada una de ellas participa de la naturaleza, como la luz incluida en el ojo da a conoce la luz del sol. «Para participar en Dios, escribe Gregorio de Nisa, es indispensable que uno posea en su ser algo de correspondiente a lo participado». No se dirá entonces que el hombre es simple imagen o reflejo del cosmos, sino que es el cosmos como el cosmos es el hombre. Ya no hay más aquí en adelante correlación, complicidad entre una parte y un todo, lo que hay es puesta en presencia de dos partes fundidas en un todo. Y como no cesa de decirlo el hinduismo, el purusha humano es el Purusha divino. En la inmensa interdependencia cósmica, todo se intercambia, se interpenetra, comunica ,comulga. Como los elementos cósmicos, como los reinos naturales entre ellos, todos los seres vivientes son, asegura el Upanishad, la «miel» los unos de los otros, extrayendo unos de otros una misma subsistencia-existencia, como la miel extrae la suya de las abejas, y las abejas, la suya, de la miel. Cada nivel de la Realidad se encuentra en relación con todos los demás: todo está hecho de simpatías, de enlaces energéticos, de una cohesión perfecta, de una gozosa solidaridad. Ninguna tradición más que el hermetismo ha conseguido armonizar los intercambios, negociar los procedimientos, desobstruir la circulación entre la telúrica y lo celeste, la cual mantiene la «cadena del mundo».
En la perspectiva cristiana, Cristo será proclamado plenamente Hombre y plenamente Dios. «El Padre y yo somos uno» (Jn, 10,30). Cristo es «uno en esencia (homoousios) con el Padre», enseña el primer concilio de Nicea. De manera semejantemente, el pan consagrado es su «Santísimo Cuerpo», como el vino consagrado, su «Preciosa Sangre». El hombre deificado no es solamente la imagen de Dios, asemejándosele en un sentido solamente analógico; él es también su semejanza, lo que le autoriza a decir: «No soy yo ya más quien vivo, es Cristo quien vive en mi» (Ga, 2,20). Mientras que la imagen, según Juan Damasceno, recibida en el nacimiento, designa la razón y la libertad del hombre, las cuales le distinguen de los animales «alogicos», la semejanza, dependiendo solamente de la elección del hombre, y gradualmente adquirida, le conduce hasta su asimilación a Dios. La semejanza es la imagen llevada a su perfección; o también, la imagen de Dios devenida perfecta adquiere la semejanza, que es la culminación de la naturaleza común a todos los hombres.
En los más altos grados de la Mística, en el espejo del corazón, el amante y el Amado ya no serán más dos sino uno: solo Dios se refleja en el espejo, y el espejo mismo es Dios. Está aquí el fin de toda dualidad, pero también la extinción crepuscular de todo reflejo. Eckhart podrá decir de la fina punto del alma que ella «se contempla en el espejo de la Divinidad (...) En este espejo, la unión es hecha de identidad pura y simple»(8).
NOTAS -------------------------------------------------------
1.- Pupila viene del latín pupilla, «muñeca», por alusión a la pequeña figura que se refleja en la rrrr.
2.- Ver 1 Cor 13, 12: quasi per speculum in aenigmate. (Hoy en día, ciertamente, vemos) «por así decirlo en un espejo, de una manera confusa».
3.- Excepción, la del mandala tibetano: ejemplo asombroso de espejo en el que el polvo que lo cubre, en lugar de oscurecerlo, hacen paradójicamente de él, el más claro de los espejos. Subrayando con colores simbólicos los recintos y las puertas, los lotos, los Regentes y sus adornos, este polvos explicitan perfectamente los planos cósmico, humano y divino; los compuestos del hombre; las diferentes etapas de la vida interior; constituyendo el conjunto, por añadidura, un soporte de meditación.
4.- Por una curiosa ironía del uso de las palabras, se da el nombre de espejo a la incisión hecha en el tronco de un árbol que se va a derribar. El gemido del árbol en su caída no deja de suscitar, aunque sea subjetivamente, una asociación de ideas con el «espejo lloroso» del poeta, que tiene, de hecho, presente en la mente, el doloroso «trabajo de alumbramiento» de la Creación. (Rom, 8,22).
5.- Ver Ezequiel, 1,5-14, y Apocalipsis, 4, 6-8. Al toro corresponde la potencia, al león, la nobleza, al águila, la agilidad, al hombre, la sabiduría. La iconografía cristiana ha traspuesto estas figuras a los Evangelistas: Lucas es figurado por el buey, Marcos por el león, Juan por el águila, Mateo por el hombre joven.
6.- El hecho de que los espejos de la Antiguedad, en bronce pulimentado, devolviesen una imagen bastante borrosa, ilustra mejor esta idea de una replica incierta del rostro humano, que el doble fotográfico, en todo punto exacto, de los espejos modernos. Sin embargo, la sombra de la que se trata aquí no es solamente reductora o ensombrecedora, ella comporta también la noción de velo protector.
7.- Se sabe que en el vocabulario corriente, una psyché designa un espejp movil en el que poder mirarse de pié.
8.- Espejo de madera, el icono deja transparentar el Rostro de Dios, pero no hay comunión entre lo humano y lo divino; hay proposición pedagógica, invitación hecha a lo humano de conformarse a este Rostro, de devenirlo. Espejo de tela, el Sudario de Turín juega, por su parte, el papel de huella, de atestación histórica, milagrosa por añadidura.
(Extraído de: "Connaissance des Religions", nº 67-68, "La Contemplation de la Nature". Enlace: http://cdr.religion.info/ )
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